Ferozmente competitivo en su necesidad de aprobación o aclamación, el narcisista se concentra en su propio crecimiento, triunfos y ascensos. Al fomentar la inflación de la autoestima, nuestra cultura da alas a esta actitud. Christopher Lasch lo retrata con admirable precisión en su libro La cultura del narcisismo (Editorial Andrés Bello. Barcelona, 1999), del que entresacamos algunos párrafos e ideas.
El narcisista contemporáneo está obsesionado por la ansiedad. Busca encontrar un sentido a la vida porque duda incluso de su existencia. Sus actitudes sexuales son permisivas, aunque su emancipación de los viejos tabúes no le trae paz sexual. Ferozmente competitivo en su necesidad de aprobación o aclamación, desconfía de la competencia porque la asocia con la destrucción. A la vez que abriga profundos impulsos antisociales, ensalza la cooperación y el trabajo en equipo. Alaba el respeto a las normas en la íntima convicción de que no se aplican a su caso. Codicioso, no acumula bienes ni provisiones para el futuro, pero exige gratificaciones inmediatas y vive en un estado de deseo inagotable, perpetuamente insatisfecho.
Pese a sus ocasionales ilusiones de omnipotencia, su autoestima depende de otros. No puede vivir sin una audiencia que lo admire. Su liberación aparente de ataduras familiares e institucionales no le permite sostenerse solo ni gozarse en su individualidad. Por el contrario, contribuye a su inseguridad, que sólo consigue superar si ve su «grandioso yo» reflejado en la atención de los demás.
VIVE PARA HOY Y PARA SÍ MISMO
El narcisista no se interesa en el pasado. Le cuesta trabajo crearse un fondo de recuerdos atesorables. Por sus fantasías de grandeza, se asemeja con el «yo imperial» que tan a menudo celebra la literatura norteamericana del siglo XIX. El Adán estadounidense, al igual que sus descendientes actuales, buscaba liberarse del ayer y tener una relación primigenia con el universo. Haciendo eco de Thomás Jeffeson, aseguraba que la tierra pertenece a los vivos.
La devaluación del pasado es uno de los síntomas más relevantes de nuestra crisis cultural. A primera vista parece una actitud progresista, pero en realidad encarna la desesperación de una sociedad incapaz de enfrentar el futuro.
Al narcisista tampoco le llama la atención el mañana y le importan un bledo sus descendientes. Su interés queda restringido al momento presente y a quienes viven en estrecha consanguinidad con él. Su pasión dominante es vivir para sí mismo, no para la posteridad o sus predecesores. Carece casi por completo del sentido de pertenencia a una secuencia de generaciones, que se originó en el pasado y habrá de prolongarse en el futuro.
A partir de los años 70, los occidentales se replegaron a cuestiones puramente personales. Sin esperanzas de mejorar su vida en ninguna de las formas verdaderamente trascendentes, la gente se convenció de que lo importante es la mejoría psíquica personal: trotar, ingerir alimentos saludables, tomar lecciones de ballet, imbuirse de sabiduría oriental. Inofensivas en sí mismas, estas búsquedas, cuando son elevadas a la categoría de programas, implican un alejamiento de lo que de veras importa.
ELÉXITO Y EL PODER
El narcisista posee muchos rasgos que favorecen su éxito en instituciones que premian la manipulación de las relaciones interpersonales, desalientan la formación de nexos profundos y le brindan la aprobación que requiere para validar su autoestima.
Pese a la sensación de vacío que envuelve su vida, disfruta a menudo de un éxito considerable en su carrera profesional. Maneja con naturalidad la forma de crear una impresión determinada, y el control que manifiesta de sus facetas más intrincadas le sirve de maravilla en las organizaciones donde el desempeño efectivo cuenta bastante menos que la visibilidad, el sentido de la oportunidad y la trayectoria triunfal.
A medida que el «hombre organizacional» va siendo desplazado por el «apostador» burocrático –y la era de la lealtad a la empresa da paso a otra en que predomina la búsqueda del éxito del ejecutivo–, el narcisista se halla como pez en el agua.
En un estudio realizado con 250 ejecutivos de 12 grandes compañías, Michael Maccoby describe al nuevo líder corporativo como alguien que trabaja con gente antes que con materiales y que no busca edificar un imperio o acumular riqueza, sino experimentar «la excitación de administrar su propio equipo y lograr uno que otro triunfo». Quiere que lo conozcan como ganador y le aterra la etiqueta de perdedor. En vez de medirse en un problema que requiere de solución, se mide con otros para ver quién tiene el control». Como lo plantea un reciente manual para gestores de empresas, el éxito implica hoy no sólo salir adelante, sino superar a otros.
El nuevo ejecutivo, de talante juvenil, juguetón y seductor, quiere preservar la ilusión de que las opciones son ilimitadas. Exhibe escasa aptitud para el compromiso social. Siente poca lealtad por la empresa. Mima a los clientes todopoderosos e intenta utilizarlos contra la compañía.
Carece de convicciones. Hará negocios con cualquier régimen político, aun cuando desapruebe sus principios. Intenta valerse de la corporación para sus propios fines, temeroso de que ella lo castre. Prefiere la atmósfera excitante y sexy de la que suele rodearse el ejecutivo moderno, donde secretarias de minifalda y en actitud de idolatría flirtean constantemente con él. En sus vínculos personales depende de la admiración o temor que inspira en otros para certificar sus credenciales de ganador.
A medida que envejece, le resulta cada vez más difícil conseguir la clase de atención en la que florece. Llega así a una fase de meseta, a partir de la cual deja de progresar en su trabajo, quizás porque las posiciones muy altas, como advierte Maccoby, siguen reservadas a los capaces de renunciar a las rebeldías adolescentes y creer en serio en la organización.
El trabajo comienza a perder su brillo original. No disfruta en absoluto de sus logros cuando comienzan a perder el encanto adolescente en que descansaban. La edad madura lo golpea como una catástrofe. «Una vez que desaparecen su juventud, el vigor y hasta la emoción del triunfo, se deprime y pierde toda finalidad y llega a poner en duda el sentido de su vida. Al no estar ya energizado por la batalla grupal, e incapaz de entregarse a algo en que crea de verdad, aparte de sí mismo, se descubre espantosamente solo», asegura el estudioso. Es la crisis de la mitad de la vida.
EL MUNDO, COMO UN ESPEJO
Eugene Emerson celebra la muerte del hombre organizacional y el advenimiento de la nueva «era de la movilidad». Lo que cuenta, dice, es el estilo, los aires triunfales, la habilidad de decir y hacer casi todo sin enemistarse con terceros.
El ejecutivo en fase ascendente sabe manejar a la gente. Ha aprendido a leer en las relaciones de poder dentro de la oficina y a captar el lado menos audible o visible de sus superiores y, sobre todo, su postura ante sus pares y superiores. «Puede inferir, a partir de un mínimo de claves, quiénes representan los centros de poder en la empresa y busca tener un alto grado de visibilidad ante ellos. Cultiva asiduamente su propia importancia y las oportunidades que se le brindan a su lado. Se vale de las ocasiones que surgen en el ámbito social para formarse una idea de quiénes constituyen los ejes del patrocinio en el mundo empresarial», señala Emerson.
Para él, el poder consiste en gozar de fama de ganador y reside en el ojo del espectador. Por ende, no tiene referencia objetiva.
Esta visión es la de un narcisista que percibe el mundo como un espejo, indiferente por completo a los acontecimientos externos, salvo cuando reflejan su propia imagen. El denso entorno interpersonal de la burocracia moderna, donde el trabajador adopta una cualidad casi enteramente divorciada del desempeño, por su propia naturaleza favorece y a menudo gratifica una respuesta narcisista.
¡SONRÍA PARA
Sin embargo, la burocracia es sólo una de las muchas influencias sociales que han tornado cada vez más predominante la personalidad narcisista. Otra influencia es la proliferación de imágenes visuales y auditivas en la «sociedad del espectáculo».
Vivimos sumidos en un torbellino de imágenes y ecos que detienen a cada rato la experiencia y la rebobinan en cámara lenta. Las cámaras y magnetófonos transforman buena parte de la vida en un salón de espejos. En una sucesión de señales electrónicas, de impresiones grabadas y reproducidas mediante fotografías, películas, televisión y sofisticados sistemas de grabación.
La vida moderna está tan mediatizada por imágenes electrónicas que no podemos evitar reaccionar como si nuestros actos se grabaran y transmitieran a un auditorio invisible o se almacenaran para un escrutinio detallado en una instancia posterior. «¡Sonría! Está usted en la cámara indiscreta». La intrusión en la vida diaria de este ojo que todo lo ve ya no nos sorprende ni nos encuentra con las defensas bajas. No necesitamos de ningún recordatorio para sonreír. Tenemos una sonrisa permanente en el rostro y sabemos cuáles son sus mejores ángulos.
La proliferación de imágenes grabadas socava nuestro sentido de la realidad. Como advierte Susan Sontag en su estudio acerca de la fotografía, «la realidad ha comenzado a parecerse cada vez más a lo que se nos muestra por las cámaras». Desconfiamos de nuestras percepciones hasta que la cámara las ratifica. Las imágenes fotográficas nos brindan la prueba de nuestra existencia, sin la cual nos resultaría difícil reconstruir una historia personal. Las fotos, dice, sirven hoy para verificar la existencia del individuo. Este registro documental de su propia evolución, de la infancia en adelante, le brinda la única evidencia de su vida que reconoce como enteramente válida.
Entre los muchos usos narcisistas que Sontag atribuye a la cámara, la vigilancia de uno mismo está entre los principales. Y no sólo porque brinda los medios técnicos para un escrutinio incesante, sino porque hace que el sentido de la propia mismidad dependa del consumo de imágenes de uno mismo y ponga al mismo tiempo en duda la realidad del mundo exterior.
Esto nos lleva a otro cambio cultural que también favorece una respuesta narcisista ampliamente difundida: la irrupción de una ideología terapéutica que postula un programa normativo de desarrollo psicosocial y contribuye a alentar el escrutinio ansioso de uno mismo.
El ideal del desarrollo normativo crea el temor a que cualquier desviación de la norma tenga origen patológico. Los médicos han hecho un culto de la revisión periódica –una indagación realizada, una vez más, con cámaras y otros instrumentos de grabación– y han implantado en su clientela la noción de que la salud depende de la permanente observación y la rápida detección de los síntomas. El paciente no se siente ya seguro hasta que los rayos X o el ultrasonido han confirmado su salud.
La medicina refuerza el patrón según el cual el individuo se examina sin fin en busca de indicios de envejecimiento y mala salud, de síntomas reveladores de estrés, de manchas y defectos que puedan disminuir su atractivo, de indicadores que reafirmen que su vida se desarrolla en conformidad con el programa. Pese a que la medicina moderna ha vencido numerosas plagas y epidemias, ha creado nuevas formas de inseguridad.
En nuestra cultura de inseguridades, el narcisismo ha terminado por encarnar (bajo el disfraz de crecimiento y apertura de conciencia individual) el logro más elevado de la ilustración del espíritu. No obstante, subsiste el deseo de construir una sociedad más humana y solidaria
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